16. LAS GUERRAS DE DAVID: David un hombre según el Corazón de Dios según la Escritura y el Midrash
Emiliano Jiménez Hernández
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David, llamado por Dios y consagrado por la unción, es constantemente el
"bendito" de Dios, al que Dios asiste con su presencia. Y, porque Dios está
con él, prospera en todas sus empresas, en la lucha con Goliat, en sus
guerras al servicio de Saúl y en las que él mismo emprenderá como rey y
liberador de Israel: "Por donde quiera que iba le daba Yahveh la victoria".
Cuando los filisteos oyeron que David había sido ungido rey de Israel,
subieron todos en busca de David, desplegándose por el profundo Valle de
Refaím. David, al enterarse, bajó al refugio de Adul-lam. Allí imploró a
Dios, al son del arpa:
¿Por qué se amotinan las naciones
y los pueblos maquinan planes vanos?
Se alían los reyes de la tierra,
los príncipes conspiran
contra Yahveh y contra su ungido:
¡Rompamos sus coyundas,
sacudamos su yugo!
El que habita en el cielo sonríe,
el Señor se burla de ellos...
Ya tengo yo consagrado a mi rey
en Sión, mi monte santo...
Le daré en herencia las naciones,
en posesión los confines de la tierra.
El primer pensamiento de David, después de ascender al trono, había sido el
de rescatar de la mano de los paganos Jerusalén, la santa ciudad desde los
tiempos de Adán, de Noé y Abraham. Ahora se lo confirmaba el Señor. Pero,
aparte de la posición casi inexpugnable de Jerusalén, su conquista no era
nada fácil por otros motivos. Los jebuseos, que habitaban Jerusalén, eran
descendientes de Het, que había cedido la cueva de Makpelá a Abraham con la
condición de que sus descendientes nunca fueran desposeídos de la ciudad de
Jerusalén. Como memorial de este acuerdo entre Abraham y los hijos de Het se
habían erigido monumentos de metal. Cuando David se acercó a Jerusalén para
rescatarla, todavía se podía leer claramente en dichos monumentos la promesa
de Abraham grabada en ellos. ¿Se atrevería David a destruir esos monumentos
en los que estaba escrita una promesa del patriarca Abraham?
Joab ideó un plan para entrar en la ciudad sin destruir los monumentos.
Colocó altos cipreses junto a la muralla, les dobló hasta el punto que sus
soldados pudieron agarrarse a ellos. Cuando dejaron libres a los cipreses,
éstos se enderezaron y Joab y sus soldados fueron catapultados por encima de
los monumentos, cayendo sobre las murallas. Sorprendidos los jebuseos ante
la inesperada estratagema se rindieron y entregaron la ciudad. David, sin
embargo, para evitar reclamos futuros, no quiso tomar posesión de Jerusalén
por la fuerza ni fraudulentamente. Por ello, ofreció a los jebuseos
seiscientos shekels de plata, cincuenta shekels por cada tribu de Israel.
Los jebuseos aceptaron el dinero y entregaron a David un recibo de venta de
la ciudad.
Una vez que tomó posesión de Jerusalén, David se dirigió hacia el valle de
los Gigantes, para entablar la guerra contra sus eternos rivales, los
filisteos.
Cuando los filisteos se enteraron, recordando cómo David había derrotado a
su héroe Goliat, se alarmaron. Entonces le mandaron una delegación de
ancianos que recordaran a David que el patriarca Isaac había consignado a
sus antepasados las bridas de su asno como signo de alianza perpetua entre
Israel y su pueblo.
David comprendió que, en boca de los filisteos, esto no era mas que un vil
pretexto, ya que ellos habían violado miles de veces el pacto haciendo la
guerra a Israel. Sin embargo no quería que se dijera que él se comportaba
como los paganos. Por ello aceptó que, en virtud de dicha alianza, no le era
lícito atacar a los filisteos mientras éstos tuvieran en sus manos las
bridas que les consignó Isaac.
Mediante un estratagema David se hizo llevar la señal del pacto y, en cuanto
tuvo en su poder las bridas, arguyó a los filisteos:
-Se necesita ser descarados para apelar ahora al juramento de Isaac después
de haberlo violado vosotros tantas veces. Ahora que el signo de la alianza
está en mis manos tengo todo el derecho de considerar prescrito el viejo
pacto.
Pero, entre los ángeles, no todos estaban de acuerdo. Con frecuencia
preguntaban a Dios por qué había rechazado a Saúl y sobre su predilección
por David. ¿No hacía preferencias el Santo, concediendo a David todo lo que
deseaba? David, que acusaba a los filisteos de burlarse de los pactos, ¿era
él respetuoso de la alianza con el Santo?
Dios, entonces, intervino y le dijo a David:
-No ataques a los filisteos hasta que no oigas el son de ataque en las cimas
de las moreras.
Los filisteos, viendo indecisos a los israelitas, avanzaron a toda prisa
contra ellos. Ya estaban casi encima y David no daba la orden de atacar.
Joab y sus hombres, impacientes, ya se iban a arrojar contra los filisteos,
pero David les retuvo, gritando:
-Dios me ha prohibido atacar a los filisteos antes de que las cimas de los
árboles se empiecen a mover. Si transgredimos la orden de Dios, ciertamente
moriremos. Si esperamos, es probable que muramos a manos de los filisteos,
pero, al menos, habremos muerto como hombres piadosos que observan el
mandato de Dios. ¡Confiemos en El!
Apenas acabó David su arenga a la tropa, las cimas de los árboles comenzaron
a agitarse. Al frente de sus hombres, David avanzó contra el ejército de los
filisteos y los infligió una gran derrota. Y Dios, que contemplaba a su
elegido, dijo a los ángeles:
-Ved la diferencia entre Saúl y David.
Al poco tiempo de esta victoria, David envió sus tropas, bajo el mando de
Joab, a combatir a Aram Naharaim. Estos, alarmados, igualmente recurrieron
al mismo estratagema de los filisteos. Mandaron mensajeros al general que le
dijeron:
-¿Acaso no eres tú de la estirpe de aquel Jacob que hizo con nuestro
progenitor Labán una alianza y que, en testimonio eterno, levantó una estela
entre Palestina y Aram como signo de que ni ellos ni sus descendientes se
harían la guerra?
Esta observación, que era justa en sustancia, dejó perplejo a Joab que,
después de reflexionar, decidió dejar en paz a esos pueblos y dirigirse a
combatir a Edom.
Pero también Edom se dirigió a él, refrescándole la memoria:
-¿Cómo puedes olvidar la advertencia bíblica: "Guardaos de atacar al monte
Seír, donde habitan los edomitas, hijos de Esaú"?
Joab se retiró también de allí. Pero no queriendo presentarse ante David con
las manos vacías, decidió atacar a los ammonitas y a los moabitas.
Estos dos pueblos, habiendo oído que Joab era fiel observante de las órdenes
bíblicas y que gracias a ello se habían salvado sus vecinos los edomitas,
enviaron también ellos una delegación de personalidades con el encargo de
recordarle el texto bíblico: "No hagas daño a Moab y teme al Señor, tu
Dios..."
Joab se dio cuenta de que a ese paso no lograría ejecutar la orden recibida
de David. Por ello pensó en mandarle una misiva explicándole lo ocurrido con
los diversos pueblos a quienes había pensado combatir.
El rey David comprendió claramente que a aquellos pueblos no les interesaba
absolutamente la observancia de la Biblia, por más que ahora recurrieran a
ella, pues en el pasado ellos habían violado repetidamente los pactos que
ahora invocaban.
David pensó en hacerles pagar su merecido. Se despojó de su manto real y de
la corona y, vistiendo un simple traje de ciudadano, se presentó ante el
Sanedrín, diciendo a los jueces de Israel:
-He venido como un ciudadano cualquiera a escuchar vuestra sentencia.
Después de haber mandado a mi general Joab al frente del ejército para que
atacase a nuestros enemigos, ellos, uno tras otro, han tenido la
desvergüenza de exigirnos el respeto de los diversos pactos que hicieron con
sus antepasados nuestros padres. ¿No han sido ellos acaso los primeros en
violar dichos pactos? ¿Acaso no lo violó Edom cuando Moisés le pidió permiso
para que los hijos de Israel atravesaran su territorio? ¿No les intimó
diciendo: "No pasaréis por mi país y, si lo hacéis, os declararé la
guerra?". Y los ammonitas, al aliarse con Amalek en guerra contra nosotros,
¿no violaron la alianza, que ahora quieren hacer valer? Y en tiempos de los
Jueces, ¿no nos han atacado y derrotado los reyes de Aram y de Moab?
Oído el alegato de David, el Tribunal sentenció:
-Tienes todo el derecho de combatir contra esos pueblos y, sin duda, Dios
estará contigo.
Sin esperar más, el rey comunicó a Joab la decisión del Sanedrín y éste, sin
pérdida de tiempo, emprendió la guerra contra Edom, derrotándolo.
Inmediatamente después se dirigió contra Aram y, apenas vencido, prosiguió
hasta los confines de Moab. Y, después de conquistado todo su territorio,
volvió hacia Edom y redujo a todos los sobrevivientes a esclavitud...
David entonó con sus soldados:
Dichoso el hombre
que no sigue el consejo de los impíos,
ni camina por la senda de los pecadores,
ni se sienta en el banco de los burlones;
sino que su gozo es la Torá del Señor,
meditándola día y noche.
Será como un árbol
plantado al borde de la acequia:
da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas.
Cuanto emprende le sale bien.
No así los impíos, no así;
serán como paja que se lleva el viento.
El Señor protege el camino de los justos,
pero el camino de los impíos acaba mal.
Las guerras y victorias de David son ciertamente incontables. Hasta él mismo
se vanagloriaba de ello: no había en el mundo un guerrero que le igualase.
Este incontrolado sentimiento de orgullo desagradaba al Señor. Por ello el
Santo, bendito sea, decidió castigar a David para sanarlo. Se le presentó y
con severidad le dijo: ¿Hasta cuándo seguirás pavoneándote de tus proezas?
Si has destruido la población de Nob, sede de los sacerdotes, si han sido
muertos Saúl y sus hijos, si has derrotado a todos tus enemigos, ha sido
sólo porque yo así lo había decidido. Pero como no acabas de convencerte de
ello, he decretado tu castigo: elige entre caer tú en manos del enemigo o
que yo prive de la realeza a tu descendencia.
David entre las dos cosas prefirió su prisión. Y ésta no tardó en llegarle.
Un día salió de caza con Abisaí. Al poco tiempo se tropezaron con un ciervo.
Los dos se alegraron y corrieron en su persecución. Pero el ciervo, con su
velocidad, parecía burlarse de ellos. Se dejaba casi alcanzar y se alejaba
de ellos según su capricho.
David, sin descubrir en el ciervo la trampa que Dios le estaba tendiendo, no
se dio por vencido. Se empeñó en seguirlo, ¿cuándo se le había escapado a él
un animal? Abišaí corría junto a David tras el ciervo hasta que se detuvo
para atarse el lazo de una de sus sandalias. Fue sólo un momento, pero bastó
para que David desapareciera de su vista. Corrió y buscó su rastro pero no
logró encontrarlo.
Entretanto David, que no había interrumpido la persecución del ciervo, sin
darse cuenta de la ausencia de su compañero, de repente se sorprendió al
descubrir que el ciervo le había conducido al territorio de los filisteos.
Allí estaba la torre desde la que le llegaba la voz del centinela:
-¡He, tú!, ¿acaso no eres David, el sanguinario, que mataste a Goliat? Ahora
acabaré contigo y vengaré a todas tus víctimas...
Se trataba de Iskí, hermano de Goliat, robusto y de estatura gigantesca como
él. Sin pérdida de tiempo, se abalanzó sobre David y lo arrojó por tierra.
Le ató de pies y manos y de un salto se lanzó sobre David con la intención
de aplastarlo bajo su peso. Pero, al levantarse, vio con sorpresa que el
suelo sobre el que estaba David se había hundido y allí estaba en el fondo
David sano y salvo. Iskí se enfureció y, agarrando a su adversario, lo lanzó
por los aires, izando bajo él su lanza para que, al caer, quedara ensartado
en ella. Ante lo inevitable del peligro, David invocó el auxilio del Señor,
que acudió en su ayuda sosteniéndolo en los aires. Iskí, fuera de sí por la
rabia, se precipitó sobre él, dando golpes de lanza a diestra y siniestra,
sin acertar a tocarlo.
Mientras tanto, Abišaí, sin esperanza ya de encontrar a David y exhausto, se
detuvo junto a una fuente para apagar la sed y reposar un poco. Pero, al
llenar de agua el cuenco de la mano, con estupor descubrió que el agua se le
transformó en sangre. Era una señal celeste, que le presagiaba que David
estaba en un grave peligro. Olvidando la sed y el cansancio, Abišaí
emprendió desesperadamente la búsqueda de David.
A todo correr Abišaí daba vueltas por un lado y por otro, sin saber hacia
dónde dirigirse. Pero, al rato, se topó con una paloma que se agitaba
prisionera entre las púas de un espino y se arrancaba las plumas. Esta nueva
señal le anunciaba la gravedad del peligro que estaba corriendo David,
aumentando su preocupación. Elevó la vista al cielo y su mirada descubrió la
torre donde se encontraba prisionero David. Penetró a todo correr y se chocó
con Orpá, madre de Iskí, sentada con el huso en sus manos. La preguntó si
había visto a David, pero no halló respuesta alguna. Abišaí intuyó que el
silencio era señal de que sí estaba allí David.
Orpá, para llamar la atención de su hijo, dejó caer la rueca, por lo que
Abišaí, sin más contemplaciones, de un golpe seco la rompió el cráneo. Salió
rápidamente al patio de detrás de la torre y allí vio a David suspendido en
el aire, mientras Iskí intentaba golpearlo con la lanza.
Apenas David vio a su compañero, le explicó la causa de lo que estaba
viendo, cómo Dios lo había entregado en manos del enemigo como castigo por
su orgullo. El amigo, entonces, le exhortó a pedir perdón a Dios,
asegurándole que, apenas Dios viera su corazón compungido y arrepentido, se
haría presente para salvarlo.
David, que estaba realmente arrepentido, se volvió hacia el Señor, invocando
su perdón y su ayuda. Antes de que terminara su oración, Dios le hizo
descender a tierra.
Iskí, al verle en tierra a su alcance, se lanzó con la lanza contra él, pero
David, pudo esquivarlo retrocediendo. Iskí, al ver retroceder a David, creyó
que retrocedía para coger impulso y atacarlo, recordó el combate en que
murió su hermano y se sintió paralizado por el terror.
David aprovechó ese momento propicio y, haciendo un gesto a Abišaí, ambos se
dieron a la fuga. Viéndoles huir, Iskí recobró el ánimo y salió tras ellos.
Pero David ya tenía en mente su plan para abatir al filisteo incircunciso,
como había hecho con su hermano Goliat. Dejaron que Iskí les siguiera hasta
que, ya en el campo, los dos se detuvieron de repente. Abišaí, para
provocarlo, le gritaba:
-¿No crees que dos cachorros pueden devorar a un león? Vuélvete y ve a cavar
la tumba de tu madre...
Iskí comprendió que Abišaí había matado a su madre y, atenazado por la
sorpresa y el dolor, se desvaneció cayendo a tierra. De este modo, David
pudo deshacerse de Iskí, el gigante, como había hecho con su hermano Goliat.
En todo Israel se supo que la mano de Dios había querido borrar la memoria
de Orpá, la moabita. Y cuando Yahveh libró a su siervo David de todos sus
enemigos y de las manos de Saúl, David entonó el himno de acción de gracias,
alabando a Yahveh por todas las victorias que le había concedido:
Yo te amo, Yahveh, mi fortaleza,
Yahveh, mi roca y me baluarte,
mi libertador, mi Dios;
la peña en que me amparo,
mi escudo y fuerza de mi salvación,
mi ciudadela y mi refugio...
Para el combate me ciñes de fuerza,
me das pies de ciervo, me colocas en la altura,
adiestras mis manos para la guerra
y mis brazos para tensar la ballesta:
doblegas bajo mí a mis agresores...
¡Viva Yahveh!, bendita sea mi roca,
el Dios de mi salvación sea ensalzado.
Te alabaré entre los pueblos,
en honor de tu nombre, Yahveh, salmodiaré.
Tú haces grandes las victorias del rey,
así muestras tu amor a tu ungido.